La política de las diferencias humanas

Proyecto Karnayna
12 min readFeb 16, 2022

--

Matt McManus

Desde su giro hacia el postestructuralismo en la década de 1960, los teóricos de la izquierda se han centrado casi exclusivamente en las implicaciones filosóficas y políticas de las diferencias humanas. Por lo general, han rechazado el universalismo moral, que sostiene que toda la humanidad debería estar de acuerdo — y finalmente lo estará — con un único código moral que respalde mejor el bienestar humano y deje de lado todas las demás visiones de la moral. Consideran que el universalismo moral es, en el mejor de los casos, poco realista y, en el peor, una justificación ideológica para marginar a los miembros de ciertos grupos, argumentando que implica un rechazo de la diferencia, una especie de “otredad” de los que no están de acuerdo, como ha dicho Edward Said. Creen que el universalismo moral solo puede lograrse obligando a los que no están de acuerdo con el código moral aprobado a ajustarse a él, ya sea mediante el poder del Estado o socialmente, a través del ostracismo o la discriminación injusta. Suelen esperar que un Estado así sea imperialista, racista y capitalista, y que divida el mundo entre los dignos (los que están de acuerdo con el código moral aprobado) y los indignos (los que no están de acuerdo). Y sostienen que una política más humana respetaría, acomodaría e incluso acogería las diferencias, ya sean metafísicas o culturales.

Aunque respeto este punto de vista, creo que muchos izquierdistas no se dan cuenta de hasta qué punto solo acogen las diferencias que ellos aprueban; a menudo parecen asumir que, si se acogieran las diferencias, los puntos de vista conservadores y reaccionarios se eliminarían de alguna manera. Pero los pensadores conservadores y reaccionarios tienen sus propias filosofías sobre cómo acomodar las diferencias humanas. Como dice el teórico político Sheldon Wolin en su libro seminal Tocqueville Between Two Worlds (Tocqueville entre dos mundos), «A finales del siglo XX, la posmodernidad habría olvidado que su apreciado valor de la “diferencia” fue en su día propiedad de tradicionalistas y elitistas como Burke y Tocqueville». Los izquierdistas han tendido a olvidar esta historia, lo cual es una de las razones por las que han tenido dificultades para responder eficazmente a los movimientos políticos conservadores de extrema derecha y posmodernos que defienden una forma alternativa de acomodar las diferencias, una que organice a las personas en jerarquías y restrinja sus libertades, como ocurre con el deslizamiento hacia el chovinismo nacionalista y el autoritarismo en la Hungría y la Polonia antiliberales.

La visión liberal

La tolerancia hacia aquellos que difieren de otros en materias de religión es tan conforme al Evangelio de Jesucristo y a la razón genuina de la humanidad, que parece monstruoso que los hombres sean tan ciegos como para no percibir claramente la necesidad y ventaja de ello. — John Locke, Carta sobre la tolerancia (1689)

Aunque los llamados liberales clásicos de hoy en día tienden a despreciar las ideas de la izquierda sobre el multiculturalismo y la retórica sobre la tolerancia y la inclusión, la idea de que debemos respetar las diferencias humanas tiene sus raíces históricas en el liberalismo. Liberales del siglo XVII como Hugo Grotius y John Locke escribieron largos tratados en los que imploraban a los gobiernos que respetaran a los disidentes religiosos dentro de la población. Sus posturas pueden haber sido, en parte, una reacción al tremendo sufrimiento de muchos europeos durante las pírricas guerras religiosas del siglo XVI y principios del XVII: en aquella época, existía un anhelo generalizado de superar los conflictos irreconciliables promoviendo la tolerancia mutua. Pero estos pensadores también esgrimían argumentos de principio para respetar las diferencias religiosas, basados en su creencia de que la injerencia del Estado en las convicciones religiosas de las personas era paternalista e incluso tiránica. El socialista liberal del siglo XIX, J. S. Mill, enmarcó esta idea de forma más positiva: argumentó que el respeto a las diferencias no era simplemente una concesión pragmática o una salvaguarda contra la opresión del gobierno, sino que era un requisito de la justicia. Escribió que un mundo justo se caracterizaría por una amplia gama de “experimentos de vida”, cada uno de los cuales reflejaría la “fuerza interior” única de un individuo, a la que se debe permitir “crecer y desarrollarse por sí misma en todos los lados”.

Los pluralistas de fines del siglo XX, como John Rawls y Will Kymlicka, han sugerido que esos primeros liberales concibieron la tolerancia, la libertad individual y el respeto por la diferencia en términos que eran demasiado estrechos y que las sociedades liberales anteriores no eran lo suficientemente liberales, porque todavía trataba de imponer la conformidad con ciertas normas sociales ampliamente difundidas, como las creencias en las prácticas cristianas, el nacionalismo, el conservadurismo, las costumbres sexuales y la necesidad de que los recién llegados se asimilen a la cultura mayoritaria.

La visión izquierdista

El uso del eslogan abstractamente universal “todas las vidas importan” sirve para oscurecer el hecho de que son “vidas negras” las que se están perdiendo a causa de la violencia, especialmente la violencia policial, en cantidades grandes y desproporcionadas. No podemos hacer que “todas las vidas importen” sin hacer que “las vidas de los negros importen”: lo “universal” solo puede ser verdadero cuando lo “particular” que está incrustado en él es verdadero. — Leo Casey, Dissent (2018)

Aunque la posición de la izquierda radical sobre cómo acomodar las diferencias humanas tiene más en común con el pensamiento liberal tradicional de lo que a muchos izquierdistas les gustaría admitir, difiere de él en aspectos importantes. La ideología de izquierda radical tiene sus raíces en dos tradiciones separadas que a menudo se combinan: el posestructuralismo popular en muchos círculos académicos europeos y la teoría crítica que alimenta el actual movimiento de políticas de identidad en los Estados Unidos y en otros lugares.

La filosofía de las diferencias expuesta por los postestructuralistas de mediados del siglo XX, como Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir y Louis Althusser, ganó fuerza en la década de 1960 a medida que disminuía la popularidad del radicalismo socialista y marxista. Estos pensadores criticaron los sistemas políticos capitalistas liberales por apoyar el conformismo, la violencia y el imperialismo. Poniendo su fe en las creencias marxistas o hegelianas sobre el movimiento universal de la historia o la inexorabilidad dialéctica, esperaban que el cambio revolucionario finalmente se extendiera por todo el mundo y reemplazara las estructuras de dominación con solidaridad e igualdad universales.

Posteriormente, los pensadores postestructuralistas se desilusionaron con el marxismo y el socialismo, convencidos de que esas ideologías no habían demostrado ser mejores que la ideología capitalista liberal para evitar que los países cayeran en el autoritarismo y el imperialismo. Atribuyeron este fracaso en parte a la creencia en el universalismo moral que es común tanto al socialismo como al liberalismo. Preferían un enfoque más nietzscheano: desconfiaban del universalismo en cualquiera de sus formas, porque podía utilizarse para justificar la eliminación de las diferencias culturales entre los grupos y, por tanto, como pretexto para extender el alcance del socialismo o del capitalismo liberal y ampliar el poder político personal de sus partidarios. Por el contrario, creían en la aceptación de que los seres humanos tienen o crean un sinfín de valores y culturas diferentes, muchas de las cuales pueden ser valiosas o al menos funcionales. Los filósofos postestructuralistas más radicales, como Gilles Deleuze, sostenían que toda la historia de la filosofía y la política occidentales podía verse como un esfuerzo por subsumir todas las diferencias en una identidad compartida global. La extensión más convincente de este punto de vista era que todas las instituciones disciplinarias y de control debían ser eliminadas y sustituidas de alguna manera por las llamadas comunidades radicales y la verdadera democracia, conceptos que estos pensadores rara vez definían.

La ideología de la izquierda radical actual también tiene sus raíces en la teoría crítica. Los teóricos críticos, como Derrick Bell y Kimberlé Crenshaw, suelen estar menos interesados en el filosofar abstracto y la metafísica que en describir cómo las sociedades liberales han fracasado históricamente — y siguen fracasando — en ser acogedoras con las diferencias culturales y raciales y en cumplir con su cacareado principio de libertad para todos. La mayoría de estos teóricos probablemente estarían de acuerdo en que lo que dijo Frederick Douglass en su famoso discurso de 1852 “Qué es el cuatro de julio para el esclavo” no es menos cierto hoy:

Tu jactada libertad, una impía licencia; tu grandeza nacional, vanidad creciente; sus sonidos de regocijo son vacíos y desalmados; sus denuncias de tiranos, descaro con fachada de bronce; tus gritos de libertad e igualdad, burla hueca; sus oraciones e himnos, sus sermones y acciones de gracias, con todo su desfile religioso y solemnidad, son para él mera grandilocuencia, fraude, engaño, impiedad e hipocresía: un fino velo para encubrir crímenes que deshonrarían a una nación de salvajes.

Existe un debate en curso sobre si es más efectivo desafiar la discriminación promoviendo a personas de grupos históricamente marginados o si es mejor rechazar tales etiquetas como medios de opresión. Por ejemplo, feministas radicales como Catharine MacKinnon exigen respeto por las mujeres debido a sus historias y necesidades únicas, mientras que teóricas como Judith Butler sugieren que toda la idea de la feminidad como identidad debe cuestionarse.

Sin embargo, no se puede negar que todos los países que hoy consideramos liberales han desarrollado históricamente políticas internas racistas, y que algunas de esas naciones han participado en vastas empresas imperiales y coloniales. Sin embargo, lo que resulta controvertido es la afirmación de los teóricos críticos de que los Estados liberales aún son bastiones del fanatismo — el patriarcado, la heteronormatividad, el privilegio de los blancos, etc. — y que, en lugar de respetar las diferencias, los Estados liberales simplemente han encontrado nuevas formas de promover viejas formas de discriminación. A diferencia de los postestructuralistas, los teóricos críticos afirman disponer de amplias pruebas empíricas en apoyo de sus afirmaciones. Sostienen que, en la práctica, diversos grupos se ven perjudicados o marginados por políticas teóricamente neutras, como la supuesta competencia meritocrática. Sin embargo, al igual que los postestructuralistas, las soluciones que proponen tienden a ser menos revolucionarias de lo que cabría esperar: sus argumentos suelen terminar con llamamientos a un tipo de liberalismo más inclusivo, del tipo que los multiculturalistas probablemente encontrarían atractivo. Por ejemplo, Charles Mills, un crítico de lo que él llamaba liberalismo racial, era experto en describir cómo los Estados liberales no han respetado las diferencias, pero reconoció casi al final de su vida que quería, no el fin del liberalismo, sino un tipo de liberalismo más radical, más acogedor de las diferencias, más solidario con la libertad individual, y también limpio de la mancha de su historia. Este es un proyecto que personalmente apoyo. Pero para marxistas tradicionales como David Harvey, la aparente preferencia de los teóricos críticos por la reforma en lugar de la revolución es una prueba de que su supuesto radicalismo no es tan radical. Harvey sostiene que el universalismo socialista sería una amenaza mucho mayor para el statu quo que los cambios que, según él, quieren los teóricos críticos, como que haya más mujeres negras en los puestos directivos de las grandes empresas.

La visión de la derecha

Hay un instinto de rango que, más que nada, es ya un indicio de un rango alto. Hay un deleite en los matices del respeto que nos permite suponer un origen y unos hábitos nobles. — Friedrich Nietzsche, Más allá del bien y del mal (1886)

A pesar de todos sus desacuerdos, tanto los liberales como los izquierdistas tienden a respaldar la idea de que, en general, las sociedades deben dar cabida a las diferencias de las personas, porque es bueno que los individuos y los subgrupos sean libres de expresar su singularidad en lugar de ser presionados para conformarse. Ambos suelen tener también inclinaciones igualitarias; por ejemplo, suelen estar de acuerdo en que el Estado no debe promulgar leyes que traten arbitrariamente a ciertos grupos de forma más favorable que a otros.

Aquellos en la derecha política tienden a estar de acuerdo en que existen distinciones fundamentales entre las personas y que estas diferencias se suman al color de la vida. Algunos de ellos sostienen que están más comprometidos con el respeto de las diferencias que los izquierdistas y los liberales, porque los izquierdistas y los liberales priorizan la igualdad, lo que requiere que las personas sean tratadas como iguales en ciertos aspectos, a pesar de sus diferencias, mientras que creen que una verdadera el reconocimiento de las diferencias humanas implica inevitablemente tratar a las personas de manera diferente.

Los conservadores tradicionales tienden a pensar que acomodar las diferencias humanas requiere la formación de muchas comunidades diferentes y la clasificación de esas comunidades en jerarquías. Una sociedad bien ordenada, en su opinión, es aquella en la que las personas están diferenciadas por rangos y privilegios, y en la que cada grupo, independientemente de su lugar en la escala, hace su parte para mantener la sociedad, al tiempo que mantiene su carácter distintivo; cuando la gente desafía la legitimidad de esas gradaciones y trata de poner a todos en la misma clase o rango en nombre del igualitarismo, se produce el desorden. Los primeros críticos conservadores del capitalismo liberal, como Samuel Taylor Coleridge (1772–1834) y Fiódor Dostoievski (1821–1881), escribieron con desaprobación sobre el declive de la clase aristocrática terrateniente y el ascenso de una sociedad urbana democrática y consumista. Consideraban que esta evolución permitía a los que Edmund Burke (1729–1797) llamaba la “multitud porcina” degradar la cultura y convertir la política en un espectáculo vulgar. Estas opiniones siguen vigentes hoy en día. Por ejemplo, Yoram Hazony ha reclamado el desarrollo de una democracia “conservadora” que rechace las aspiraciones universalistas del cosmopolitismo liberal, que compara con las ambiciones imperiales del catolicismo y el Sacro Imperio Romano. Y Sohrab Ahmari ha argumentado que el liberalismo da lugar a una especie de “tiranía” que erradica las comunidades conservadoras con el pretexto de lograr la tolerancia.

Aunque los postestructuralistas de izquierdas suelen citar los escritos de Friedrich Nietzsche, éste era, irónicamente, un defensor de lo que él llamaba “radicalismo aristocrático”. Para Nietzsche, las diferencias de rango y mérito se encontraban entre los tipos más importantes de diferencias humanas, y reprendió al liberalismo por ser hostil a ellas. Veía a los liberales como partidarios de lo que él llamaba la “moral de esclavos” cristiana, que rechazaba los valores nobles y de afirmación de la vida de los antiguos griegos y romanos. Los liberales, argumentaba, insisten en que todos los individuos son moralmente iguales, y esto hace imposible justificar que algunos tengan más poder u oportunidades que otros. Por tanto, abogaba por sustituir la filosofía metafísica y moral occidental por una preocupación por la grandeza y la vulgaridad, la salud y la enfermedad, lo enrarecido y el rebaño. Muchos posmodernos de izquierdas se han sentido atraídos por Nietzsche debido a sus críticas al moralismo cristiano y burgués. Pero Nietzsche pensaba que sería un error eliminar las jerarquías de poder, y que los pocos individuos realmente capaces de obtener y ejercer el poder deberían hacerlo sin escrúpulos, y utilizar el “rebaño” como forraje para proyectos más grandes e interesantes que los que podrían soñar las mentes mediocres de los demócratas liberales.

Estos enfoques de la derecha tienen dos cosas en común. En primer lugar, evidencian una mentalidad jerárquica. La mayoría de los conservadores tradicionalistas, del pasado y del presente, creen que las verdaderas diferencias surgen como resultado de la diferenciación de la sociedad en lo que Edmund Burke llamó “pequeños pelotones” y comunidades a pequeña escala, con diferentes roles sociales y diferentes grados de autoridad. Consideran que los argumentos liberales a favor de la igualdad y la libertad son la mayor amenaza para la tolerancia de las diferencias, porque conseguir la igualdad exigiría nivelar la sociedad hasta el punto de que todo el mundo vea las cosas desde el mismo punto de vista mediocre. Lo segundo que creen la mayoría de los conservadores tradicionalistas es que, para que afloren las auténticas diferencias de las personas, solo se debe conceder autoridad política y cultural a los más capaces o dignos. Algunos conservadores piensan que borrar las distinciones políticas entre ciudadanos y emigrantes privaría al Estado de su capacidad para imponer una identidad moral y cultural compartida y, por tanto, también destruiría las características únicas de la nación en cuestión. Otros conservadores piensan que si a la manada se le concediera poder político y agencia, inevitablemente lo usarían para derribar a cualquiera que fuera excelente en lugar de promedio.

El enfoque político de la derecha sobre la gestión de las diferencias humanas es fatalmente defectuoso porque asume que algunas personas son más merecedoras que otras. Los liberales y los izquierdistas harían bien en reconocer que el respeto a las diferencias no obliga necesariamente a las personas a luchar por una mayor libertad individual, igualdad y respeto mutuo. De hecho, históricamente, hacer hincapié en las diferencias humanas ha tendido a incitar a las personas a reclamar la discriminación y las jerarquías sociales y les ha llevado a creer en la búsqueda de la excelencia para unos pocos elegidos, en lugar de la búsqueda de la felicidad para la mayoría. Lo olvidamos por nuestra cuenta y riesgo.

Matt McManus

Matt McManus es profesor de la Universidad de Calgary y autor de The Rise of Post-Modern Conservatism y A Critical Legal Examination of Liberalism and Liberal Rights, entre otros libros.

Fuente: Areo

--

--

Proyecto Karnayna

Traducciones sobre los asuntos de los hombres, la izquierda liberal, las políticas de identidad y la moral. #i2 @Carnaina