Deshaciendo la maleta de Peggy McIntosh

Proyecto Karnayna
10 min readDec 27, 2018

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Escrito por William Ray y publicado en Quillette el 29 de agosto de 2018

[El privilegio blanco es] el conjunto de ventajas, derechos, beneficios y opciones no cuestionadas y no ganadas que se otorgan a las personas por el mero hecho de ser blancas. Generalmente la gente blanca que experimenta tal privilegio lo hace sin ser consciente.

―Peggy McIntosh, citada en la Racial Equity Resource Guide

El concepto de «privilegio blanco» fue popularizado por Peggy McIntosh en un artículo de 1989 escrito en la Universidad de Harvard y titulado «White Privilege: Unpacking The Invisible Knapsack» (Privilegio blanco: deshaciendo la maleta invisible). Fue escrito como un ensayo personal y experimental, y detalla 26 maneras en las que el color de la piel de McIntosh ha sido decisivo para determinar los resultados que tuvo en su vida. Este documento de gran influencia ha sido el responsable de la posterior proliferación de una teoría del privilegio rígidamente aplicada en todos los movimientos sociales y en las aulas universitarias. Tan central se ha vuelto esta doctrina para la política, la pedagogía y el activismo progresistas, que incluso cuestionar su validez es invitar a la ira inquisitorial de los radicales de la «justicia social». Pero es por esta misma razón por lo que es importante someter a escrutinio las ideas de McIntosh. Así que volvamos a la fuente y a los primeros principios y deshagamos la maleta de Peggy McIntosh….

Peggy McIntosh nació como Elisabeth Vance Means en 1934. Creció en Summit, Nueva Jersey, donde el ingreso medio es el cuádruple del promedio nacional de Estados Unidos, es decir, que la mitad de los ingresos allí son más de cuatro veces superiores al promedio nacional, algunos de ellos sustancialmente. El padre de McIntosh era Winthrop J. Means, jefe del departamento de conmutación electrónica de los Laboratorios Bell a finales de la década de 1950. En ese momento, los Laboratorios Bell eran los líderes mundiales en la naciente revolución de la informática digital. Esto significa que él personalmente poseía y vendió patentes sobre muchas tecnologías muy lucrativas, incluyendo el primer equipo magnético Gyro-compass (Patente de EE.UU. #US2615961A) que ahora ayuda a guiar misiles nucleares y jets comerciales, y que mantiene los satélites en su lugar para que puedas navegar con tu teléfono y comunicarte con tu conductor Uber. Means también está registrado como el inventor de una patente en manos de Nokia Bell en 1959 conocida como el Information Storage Arrangement. Este dispositivo es el progenitor directo de la memoria de ROM del ordenador, y es citado en la patente de este último archivada en 1965 para IBM. Así que, mucho antes de que Peggy McIntosh escribiera su artículo, su familia ya estaba teniendo un efecto enorme en la cultura occidental.

Elizabeth Vance Means asistió a Radcliffe, una renombrada escuela de señoritas para las hijas de las élites patricias de Estados Unidos, y continuó su educación privada en la Universidad de Londres (clasificada entre las 50 mejores por la Clasificación académica de universidades del Times Higher Education World), antes de completar su doctorado en inglés en Harvard. Su compromiso con el Dr. Kenneth McIntosh fue anunciado en el registro social del The New York Times en la misma página que la boda del alcalde de Chicago, Daley. El padre de McIntosh, el Dr. Rustin McIntosh, era profesor emérito de pediatría en la Universidad de Columbia. Su madre era presidenta emérita de Barnard College, una institución en el opulento distrito de Morningside Heights de Manhattan, famosa desde 1889 por otorgar títulos en artes liberales a las hijas de los estadounidenses más ricos. Este fue una vez el campo de acción de importantes figuras culturales estadounidenses como F. Scott Fitzgerald, Cecil B. DeMille y varios magistrados del Tribunal Supremo. Kenneth McIntosh se graduó en la Academia Phillips Exeter, que contaba con exalumnos como Daniel Webster, los hijos de los presidentes Lincoln y Grant, y varios hijos de Rockefeller. Más tarde completó su educación de élite en la Universidad de Harvard y en la Escuela de Medicina de Harvard. Cuando se casó con Elizabeth, Kenneth McIntosh era residente superior en el prestigioso Brigham Hospital de Boston, fundado por el millonario Peter Bent.

En otras palabras, Peggy McIntosh nació en la crema y nata de la élite aristocrática de Estados Unidos, y ha permanecido allí desde entonces. Su lista de «experiencias», que enumera las maneras con las que se beneficia de nacer con piel blanca, simplemente confunde el privilegio racial con las ventajas financieras que siempre ha tenido la suerte de disfrutar. Muchos de sus puntos son demostrablemente económicos. Uno se pregunta por qué, dada su convicción de que se ha beneficiado injustamente de su color de piel, no parece haber registro de su participación en ninguna obra de caridad o de derechos civiles. Si salió a las calles en apoyo de una u otra causa, no dejó rastro alguno que yo pueda ver. Tampoco, por lo que puedo decir, ha pasado tiempo enseñando a los menos privilegiados o trabajando directamente para mejorar la condición de alguien que no sea la suya propia. En cambio, se ha contentado con un generoso salario de seis cifras, y no ha mostrado ningún deseo particular de entregar su puesto a una persona de color que se lo merezca más.

«Querida gente blanca, por favor dejad de considerar que el racismo inverso es real ― Es lieralmente imposible ser racista hacia una persona blanca». Titular de ‘Vice’, 2016

Muy pocas de las personas que lean este artículo ―cualquiera que sea el color de su piel― tendrán la más vaga idea de la comodidad y el privilegio en el que creció Peggy McIntosh y al que desde entonces se ha acostumbrado. Tampoco tendremos acceso al mundo de oportunidades que ella ha tenido la suerte de disfrutar. Pero aunque la vida de privilegio que ha vivido McIntosh se debe casi con toda seguridad a su riqueza y no al color de su piel, encontró la manera de compartir esta pesada carga con los hijos analfabetos de los mineros de carbón de Kentucky, los campesinos desesperados de los Apalaches, las pobres madres solteras que luchan por sobrevivir con la asistencia social, y la gran mayoría de los blancos en los Estados Unidos y en todo el mundo que nunca tuvieron la oportunidad de asistir a Radcliffe o Harvard. Ella simplemente reclasificó su evidente ventaja económica como privilegio racial y luego echó este pecado original recién descubierto sobre cada persona que comparte su color de piel. Sin, por supuesto, redistribuir realmente ninguna de las riquezas que, por su propia cuenta, no había hecho nada para merecer.

Todo lo cual significa que casi todo lo que se lee sobre el «privilegio blanco» se debe a un ensayo de «experiencias» escrito por una mujer que se benefició de una inmensa riqueza, una panoplia de conexiones aristocráticas, y absolutamente ninguna conciencia de sí misma en absoluto. Esto por sí solo pone en duda la seriedad y la validez académica de las obras derivadas, ya que todas ellas son fruto de un árbol venenoso. Pero la hipótesis de McIntosh fue aceptada con entusiasmo, sin embargo, porque servía a un propósito en particular: ayudaba a integrar una amarga de política de suma cero de culpabilidad e identidad. Esta oscura epistemología se ha infiltrado silenciosamente a través de las universidades y la cultura en general desde hace dos décadas. Ha tenido el efecto de desviar la atención de una enorme y creciente brecha de riqueza y ha enfrentado a los pobres entre sí en espectáculos públicos de acrimonia e incluso violencia. Aún así, fue fácilmente adoptada por profesores de mentalidad progresista que, de otra manera, habrían tenido problemas para conciliar su sed de justicia social con sus altos salarios de seis cifras. En la última década, este dogma ha salido a gritos de los augustos salones de aprendizaje de la nación y ha pasado a formar parte del discurso civil dominante (aunque llamar a la mayoría de lo que hoy en día se considera discurso «civil» de alguna manera es una definición). Y, sin embargo, se nos recuerda con fuerza y sin cesar que cuestionar este concepto de cualquier manera es, en sí mismo, racista.

Los apóstoles de esta absurda doctrina eligen de manera oportunista pequeños fragmentos de la historia y cuentan con el declive de la educación clásica y el prostituído emblema de la jerga pseudocientífica oscurantista para asegurar que la doctrina nunca sea examinada cuidadosamente. El hecho de que los progresistas estén tan sobrerrepresentados en las humanidades y las ciencias sociales, naturalmente, ayuda mucho a su causa. Las universidades ahora tienen minuciosas estrategias para hacer cumplir la doctrina en caso de que los reacios requieran estímulo. En una de las escuelas medias de Ontario, los estudiantes de la clase fueron instruidos a llenar un cuestionario y luego a alinearse físicamente en el orden de su «privilegio blanco». Sorprendentemente, ni siquiera la física escapa ahora al control férreo de este dogma. Pero resistirse a toda esta tontería es llamar a poner las nueve plagas de la corrección política sobre uno mismo. Un consejo escolar en Colombia Británica incluso pensó que sería una buena idea saludar a sus estudiantes de clase media blancos pobres y trabajadores con este cartel que les recuerda la carga culpable que llevan a causa de su piel:

Yo he sido injustamente beneficiada por el color de mi piel. El privilegio blanco no es aceptable. — Teresa Downs, superintendente escolar

Y todo esto ha creado las condiciones sociales en las que una mimada racista como Sarah Jeong ―otra graduada hiperprivilegiada de Harvard y miembro de un grupo de población mucho más favorecido estadísticamente por los índices de riqueza, educación y encarcelamiento que los blancos― puede enviar innumerables tuits denigrando a la gente blanca, y luego tener la validez de esos feos sentimientos defendidos por los autoproclamados guardianes del consenso progresista. De repente proliferaron docenas de artículos explicando pacientemente que simplemente no lo entendemos, que solo los blancos pueden ser racistas, que solo los blancos tienen privilegios, y que cualquiera que no esté de acuerdo es casi con seguridad un racista.

Las políticas de identidad han hecho casi imposible organizarse en los movimientos sociales, ya que la división y la sospecha son cada vez se fomentan más y, como resultado, los grupos se escinden. Cada trabajo y cada acción es ahora examinada en busca de microagresiones y del «maleta invisible de ventajas inmerecidas» que beneficia a cualquiera que no se considere suficientemente «marginada». Parece que ya nadie está interesado en cuestionar la brecha de la riqueza. Ahora se espera de los que estamos en la izquierda que todavía nos preocupamos por la justicia social, que dediquemos los recursos limitados de nuestro campo atención a la idoneidad cultural de la comida de la cafetería. Y, al mismo tiempo, el énfasis se ha puesto en categorías raciales divisorias y en un arrogante rechazo al debate que le ha dado a la derecha radical la mejor herramienta de reclutamiento que ha tenido nunca.

— Los sin techo blancos no consiguen dinero de mi. Cómo hacéis para perder bolsa de privilegio blanco. — Estoy de acuerdo con ella.

Pero entonces, ¿qué es lo que yo, una persona privilegiada por los accidentes de raza y género, sé acerca de la «política de identidad», que Peggy McIntosh no sabe? Bueno, puedo compartir al menos una lección extraída de mi propia «experiencia vital». El año en que cumplí 25 años, estaba sirviendo como miembro del personal de Mantenimiento de la Paz de las Naciones Unidas en la ex Yugoslavia. Mi unidad contrató al ejército croata en lo que se conocería como la Batalla de Medak Pocket. Eventualmente, detuvimos el avance del enemigo y lo hicimos retroceder.

Al despejar una casa después del combate, descubrimos los cuerpos contorsionados y carbonizados de dos mujeres jóvenes atadas a unas sillas. Se estimaba que una tendría unos 30 años y la otra estaba en la adolescencia. Los técnicos de la Real Policía Montada del Canadá que investigaron la escena para el Tribunal de Crímenes de Guerra de La Haya confirmaron lo que podíamos decir con solo mirar los cadáveres: el exagerado arqueamiento de las espaldas, los gritos de agonía que aún parecían listos para estallar de lo que quedaba de sus bocas abiertas, las uñas incrustadas en la madera de los brazos de la silla ―estas dos jóvenes mujeres todavía estaban vivas cuando les echaron gasolina y les prendieron fuego―. Pero entonces la tecnología agregó un detalle que no era fácil de percibir. Las pruebas parecían confirmar que era casi seguro que ya estaban muertas cuando el ejército croata llegó a la ciudad. Eso significaba que habían sido quemadas vivas por sus vecinos. Gente con la que habían vivido y con la que habían ido a la escuela.

La zona que el ejército croata había invadido brevemente había sido una mezcla de aldeas agrícolas croatas y serbias. Estas personas habían vivido juntas durante medio siglo. Se habían casado entre ellos, vivían en las mismas calles, comían la misma comida y asistían a los mismos eventos sociales. Pero poco a poco, a partir de los años ochenta, los líderes políticos y los demagogos de diversas tendencias comenzaron a utilizar una política de identidad para asentar su poder social y político. A los ciudadanos de cada lado se les dijo repetidamente por parte de respetadas figuras académicas que les estaban robando, y que el «otro» estaba explotando el «privilegio social» inmerecido que les otorgaba su estatus étnico. A los niños se les enseñaba esto en la escuela como la verdad que tenían que recibir y se los condenaba al ostracismo si se atrevían a cuestionarla. Poco a poco, este resentimiento comisariado se convirtió en odio. A partir de ahí, los acontecimientos se desarrollaron según una lógica ineludible. A veces, los soldados de un lado del conflicto étnico nos pedían noticias de un novio o amigo de la escuela secundaria del otro lado de la línea. Pero la lealtad a la identidad seguía siendo primordial. A aquellos que responden con la afirmación fatua de que se trataba simplemente de una «cuestión de blancos contra blancos», les diré que, mientras luchaba por mi vida en Europa Oriental, los mismos odios divisorios estaban siendo transmitidos a través de Ruanda por Télévision Libre des Mille Collines. Los odios tribales no son un problema de blancos o negros, son un problema humano.

Cada vez que la política de identidad ha sido utilizada por cualquier facción en la historia de la humanidad por cualquier razón, al final le sigue la violencia. No importa lo detallada e intrincada sea la justificación, no importa lo razonable pueda sonar como una manera de corregir las condiciones sociales desiguales y la injusticia histórica, siempre termina en el mismo sótano asqueroso del miedo mutuo, el odio y la depravación. Ya es hora de consignar esta epistemología asquerosa al cubo de la basura de las humillaciones que se sirven a sí mismos y devolver nuestra atención a las verdaderas causas del «privilegio»; las crecientes disparidades de riqueza que nos dividen, sea cual sea el color de nuestra piel.

William Ray es un condecorado expacificador canadiense que ahora trabaja como periodista, director de documentales y es un muy deficiente manitas. Participa activamente en la promoción de la libertad de prensa en Montreal. Puedes seguirlo en Twitter @billyray105

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Traducciones sobre los asuntos de los hombres, la izquierda liberal, las políticas de identidad y la moral. #i2 @Carnaina