
Yad Vashem
¿Como pudieron hacer eso?
Algunas personas son despiadadas. Otras pierden el control. Sin embargo, la mayor parte de la violencia sigue siendo insondable. Una nueva teoría ilumina la oscuridad.
Tage Rai
“Cuando tenía 14 años, este tipo me golpeó en la calle. Y mi padrastro se suicidó frente a mí. Y me sentí bien al respecto, de verdad”.
Tio, en el documental, The Interrupters (Los interruptores) (2011).
En su libro Evil: Inside Human Violence and Cruelty (Maldad: El interior de la violencia y la crueldad humanas) (1999), el psicólogo Roy Baumeister sostiene que las personas creen que la mayoría de los perpetradores de la violencia son sádicos que se deleitan con el sufrimiento de víctimas inocentes. Especialmente para los crímenes más atroces, no podemos evitar ver a los perpetradores como gente “mala”: monstruos inhumanos que carecen de los básicos sentimientos morales. Baumeister llamó a este fenómeno “el mito del mal puro”. Mito porque no es verdad.
A pesar de la creencia generalizada en su existencia, el sadismo es tan raro que ni siquiera es un diagnóstico psiquiátrico oficial. Su pariente más cercano es la psicopatía, pero la psicopatía no se caracteriza por la alegría malévola por el sufrimiento de los demás. Es cierto que los psicópatas carecen de emociones morales y de empatía hacia las víctimas. Y pueden ser bastante violentos: en estudios a gran escala de delincuentes, se ha descubierto que alrededor del 10% de los delitos violentos son cometidos por personas que superan el límite establecido para la psicopatía, mientras que esas personas constituyen menos del 1% de la población general en todo el mundo. Claramente, los psicópatas son responsables de más de lo que les corresponde.
Pero eso todavía deja sin explicación a la gran mayoría de los delitos violentos. Personas no psicopáticas están lastimando a otros en un número mucho mayor que los psicópatas. Estas personas no son monstruos. ¿Qué es lo que las motiva?
La mayoría de nosotros nunca cometerá un acto de brutalidad extrema. Nunca dispararemos, apuñalaremos o golpearemos a alguien hasta matarlo. Nunca violaremos a otro ser humano ni le prenderemos fuego. Nunca nos ataremos una bomba al pecho para detonarnos en un cafetería llena de gente. Y así, cuando nos enfrentamos a estos actos aparentemente sin sentido, nos encontramos en una situación confusa. ¿Qué propósito podrían tener? Básicamente, ¿por qué la gente se hace daño y se mata mutuamente?
Parece una pregunta sin respuesta. Sin embargo, hay respuesta. Es simple, poderosa y muy perturbadora. No la reconocemos casi en ninguna parte, allí donde importa. Pero si realmente queremos resolver el problema de la violencia, no podemos evitarla. Tenemos que apostar por una comprensión que amenaza nuestros propios valores, nuestro propio estilo de vida. Tenemos que contemplar un abismo.
En la actualidad, hay dos enfoques dominantes para entender la violencia. Ambos se quedan cortos. El primero es lo que llamaré la teoría de la desinhibición. Tal vez, dice la historia, incluso las personas comunes tienen impulsos violentos que generalmente se mantienen bajo control. Cuando su sentido moral se rompe o se bloquea de alguna manera, ceden a su lado oscuro. Imaginemos al hombre que sabe que golpear a su esposa está mal, pero que, después de un largo día de trabajo, pierde la paciencia y se desquita con ella. ¿Es nuestro típico culpable?
En 2007, el psicólogo C. Nathan DeWall de la Universidad de Kentucky y sus colegas publicaron los resultados de un ingenioso experimento para probar esta idea. Primero, agotaron a sus sujetos en una prueba de autocontrol. Agotaron a estudiantes universitarios haciendo que se resistiesen a un postre tentador o que apartasen la vista de una parte de la pantalla de una computadora. ¿Y? Los estudiantes se volvieron más agresivos en sus posteriores juicios y comportamientos. Por ejemplo, eran más propensos a emitir deliberadamente fuertes ruidos en los auriculares de otra persona.
Hasta ahora, muy prometedor para la teoría de la desinhibición. Sin embargo, los experimentos detectaron un patrón en estas tendencias agresivas: surgían sólo como respuesta a una provocación previa. En el experimento del sonido ensordecedor, el participante dirigía la agresión a una persona a la creía culpable de haberle hecho una revisión injusta de una tarea anterior. Cuando no había provocación, no había diferencias estadísticas en la conducta entre los participantes que habían sido agotados y los que no. En otras palabras, la agresión no fue un desbordamiento aleatorio. Al contrario, parecía que los sujetos de la prueba intentaban vengarse.
Ahora bien, tales experimentos bien podrían indicar que cierta violencia es activada gracias a la pérdida de autocontrol. Pero la teoría de la desinhibición elude la pregunta de por qué estamos motivados para ser violentos en primer lugar. El impulso tiene que venir de alguna parte, y la teoría no dice de dónde.
Tal vez valga la pena hacer una pausa para preguntarnos qué tipo de respuesta esperamos encontrar aquí. ¿Nuestra propensión a la agresión se reduce simplemente a una mezcla de varias provocaciones y desencadenantes? ¿O hay algún patrón universal subyacente, una sola clave que capta la mayoría de la violencia en todas las culturas a lo largo de la historia? Esta última opción suena como un objetivo ambicioso para una teoría sociológica. Pero el segundo enfoque general de la violencia, que llamaré la teoría racional, es ciertamente ambicioso.
Desde esta perspectiva, la violencia es solo una forma de alcanzar objetivos instrumentales. Por ejemplo, a veces matar a herederos rivales es una buena idea si quieres ser rey. Ya sea que se trate de peleas entre hermanos o entre naciones, estos modelos de elección racional predicen que la probabilidad de violencia aumenta cuando aumentan sus beneficios o disminuyen sus costos.
La teoría puede presumir de algunos éxitos empíricos. Richard Felson, profesor de Sociología y Criminología en la Universidad Estatal de Pennsylvania, encontró que la probabilidad de pelear entre hermanos aumenta cuando los padres están presentes, porque los hermanos más jóvenes tienen más probabilidades de pelear cuando saben que sus padres podrían intervenir, lo que reduce los costos potenciales para sí mismos. A nivel de Estados, Vincenzo Bove, Profesor Asociado de Política y Estudios Internacionales de la Universidad de Warwick en el Reino Unido, y sus colegas descubrieron recientemente que es mucho más probable que las naciones extranjeras intervengan en una guerra civil cuando el país en guerra contra sí mismo también tiene valiosas reservas de petróleo.
Pero una vez más, nos encontramos con un rompecabezas. Las personas a menudo recurren a la violencia cuando, desde cualquier medida de utilidad práctica, los medios no violentos serían más efectivos. Como Baumeister y sus colegas señalaron en su trabajo “Relation of Threatened Egotism to Violence and Aggression” (Relación entre el egotismo amenazado con la violencia y la agresión) (1996):
Las guerras perjudican a ambas partes, la mayoría de los crímenes producen pocos beneficios económicos, el terrorismo y los asesinatos casi nunca producen los cambios políticos deseados, la mayoría de las violaciones no producen placer sexual, con la tortura rara vez se obtiene información precisa o útil…
En 2007, los antropólogos Jeremy Ginges de la New School for Social Research en Nueva York y Scott Atran del Centro Nacional Francés para la Investigación Científica encuestaron a israelíes y palestinos sobre el tema del conflicto en Oriente Medio. Durante estas entrevistas, los investigadores presentaron a sus participantes una serie de hipotéticos acuerdos de paz; algunas ofertas incluían incentivos materiales para renunciar a tierras en disputa. Surgió una peculiar inconsistencia. Un subconjunto de los encuestados veían la tierra en disputa como un recurso más: por lo tanto, estaban dispuestos a cambiarla por una compensación financiera y firmar el acuerdo de paz, tal y como predecía el modelo racional.
Otros participantes, sin embargo, veían la tierra como sagrada, ligada a su identidad comunitaria. Para estos participantes, agregar una compensación financiera reducía el apoyo para el trato. Mostraban elevados niveles de ira y asco, así como un mayor entusiasmo por la violencia. El modelo racional no puede manejar este tipo de datos. Agregar incentivos materiales nunca debe empeorar el trato, a menos que la gente le de importancia a utilidades relevantes que no son de naturaleza material.
Parece que las dos principales teorías de la violencia fracasaron, por una u otra razón. Ni la teoría de la desinhibición ni la teoría racional proporcionan una imagen completa de por qué las personas se lastiman entre sí. Y en la medida en que confiemos en estas teorías para reducir la violencia, también fracasaremos. ¿Qué es lo que nos falta?
Llegué a la cuestión por una ruta indirecta. Para mí, la pregunta candente siempre fue por qué la gente no está de acuerdo sobre cuándo recurrir a la violencia y si es necesario. ¿Por qué golpear a los niños por desobedecer era más aceptable hace 50 años que hoy, y por qué es más aceptable en el sur de Estados Unidos que en el norte? ¿Por qué los occidentales responden con horror a los asesinatos de mujeres por infidelidad sexual, mientras que en otras partes del mundo no sólo lo aprueban sino que fomentan esta práctica?
Para comprender cómo las actitudes pueden ser tan diferentes en diferentes culturas, comencé a trabajar con el antropólogo Alan Fiske en la Universidad de California, Los Ángeles (UCLA). Juntos, analizamos prácticas violentas a través de las culturas y de la historia. Examinamos los registros de guerras, torturas, genocidios, asesinatos de honor, sacrificios humanos y animales, homicidios, suicidios, violencia de pareja íntima, violaciones, castigos corporales, ejecuciones, juicios por combate, brutalidad policial, novatadas, castraciones, duelos, disputas, deportes de contacto, y la violencia inmortalizada por dioses y héroes, y más. Revisamos los relatos en primera persona, las observaciones etnográficas, los análisis históricos, los datos demográficos y las investigaciones experimentales sobre la violencia.
El trabajo fue, francamente, deprimente. A nadie le gusta leer sobre todas las terribles atrocidades que comete la gente. Pero también fue fructífero. De hecho, encontramos un patrón en todo tipo de violencia. Había un tema unificador, con todo el poder predictivo y explicativo que se podía desear.
Ha habido muchas culturas y períodos históricos en los que las personas no valoraban particularmente la felicidad, o donde buscaban activamente el sufrimiento porque lo veían como una limpieza moral.
En todas las prácticas, en todas las culturas y en todos los períodos históricos, cuando las personas apoyan la violencia y se involucran en ella, sus principales motivaciones son morales. Con “moral” quiero decir que las personas son violentas porque consideran que deben serlo; porque consideran que su violencia es obligatoria. Saben que están perjudicando plenamente a los seres humanos. Sin embargo, creen que deben hacerlo. La violencia no proviene de una psicopática falta de moralidad. Más bien al contrario: proviene del ejercicio de una consideración sobre los derechos y las obligaciones morales.
Una madre en el sur de Estados Unidos golpea a su hijo porque él desobedeció su autoridad, para protegerlo de sí mismo y para asegurarse de que se convierta en un adulto responsable. Los sargentos, líderes de pandillas y guerrilleros “golpean brutalmente” a los nuevos reclutas para crear vínculos de por vida con sus compatriotas y obediencia inquebrantable a sus superiores, ambos fundamentales para el éxito en la batalla. Un padre en Papúa Nueva Guinea vierte grasa caliente en la parte interna del brazo de su hijo y espera que la aguante estoicamente porque esto es fundamental para que se convierta en un adulto respetado por la comunidad. Un niño se mete en una pelea porque el otro niño lo golpeó primero, y su padre le enseñó que debe defenderse y nunca permitir que lo intimiden; cuando el niño se convierte en hombre, se mete en una pelea de bar porque alguien insultó a su novia y él debe defender su honor.
Un hombre saudí paralizado por una pelea pide que su atacante sea paralizado exactamente en el mismo sitio en la médula espinal — y el juez lo considera — . Un hermano en el norte de la India rural mata a su hermana porque su infidelidad sexual ha contaminado y avergonzado a su familia; su muerte es la única manera de restaurar el honor de la familia y demostrar a su comunidad que se puede confiar en ellos. Un estudiante universitario de Estados Unidos viola a una conocida para “vengarse” de las mujeres que lo han rechazado y porque cree que las mujeres son subordinadas que están moralmente obligadas a hacer lo que él les ordena. Un terrorista suicida en Oriente Medio se mata a sí mismo y a otros en nombre de una autoridad que respeta y por lealtad a sus compatriotas que también morirán. Un piloto de combate estadounidense bombardea un objetivo de ISIS, matando a varios terroristas junto con civiles cercanos porque su comandante calculó que era una pérdida aceptable para lograr un bien mayor, la muerte de sus enemigos.
Uno puede multiplicar ejemplos similares sin fin. En todos los casos, el acto violento es percibido por los perpetradores, los observadores y, en algunos casos, por las propias víctimas, como justo.
Al mismo tiempo, si los sentimientos morales motivan a la violencia, ¿para qué sirve esta violencia? ¿Qué intentan lograr estos perpetradores? El patrón general que encontramos fue que la violencia tenía la intención de regular las relaciones sociales.
En los ejemplos anteriores, los padres se relacionan con los hijos; los reclutas y los combatientes se relacionan con sus pares y superiores; los niños y los hombres se relacionan con sus amigos; las familias se relacionan con sus comunidades; los hombres se relacionan con las mujeres; las personas se relacionan con los dioses; y los grupos y las naciones se relacionan entre sí. En todos los casos, los perpetradores utilizan la violencia para crear, dirigir, sostener, mejorar, transformar, honrar, proteger, compensar, reparar, poner fin y lamentar relaciones valiosas.
Ciertamente hay variación en la manera en la que los individuos y las culturas hacen esto, así como en los contextos en los que piensan que la violencia es un medio aceptable para hacer las cosas bien, pero el objetivo es el mismo. El propósito de la violencia es mantener un orden moral.
A mucha gente esto le parecerá incomprensible. Ciertamente el dolor es terrible. El núcleo de la moralidad de cualquier persona debe ser minimizarlo, sólo debe aplicarse cuando sea absolutamente necesario. Pero aquí está implícito que los últimos bienes morales en la vida son la búsqueda de la felicidad y la evitación del dolor. Por muy razonables que nos parezcan, reflejan los ideales modernos de Occidente. Ha habido muchas culturas y períodos históricos en los que la gente no valoraba particularmente la felicidad, o en los que buscaban activamente el sufrimiento porque lo veían como una limpieza moral. Los manuales religiosos protestantes de finales del siglo XVI y principios del XVII instruían a los lectores en que el dolor era un bien moral que había que conseguir y en el que había que deleitarse. Las ejecuciones públicas a menudo fueron espectáculos populares, con familias haciendo meriendas ante los ahorcamientos a lo largo de los siglos XVIII y XIX.
Podríamos tener la tentación de descartar estas prácticas como accidentes históricos o actos de sádicos. Pero en la primavera de 2011, los estadounidenses celebraron el asesinato de Osama bin Laden en las calles y, hace tan poco como el verano pasado, los israelíes se reunieron en las colinas para observar y celebrar el lanzamiento de bombas sobre Gaza. La gente normal todavía celebra la violencia.
¿Significa esto que necesariamente es algo que “sienta bien” o que la gente nunca entra en conflicto cuando se involucra en ello? No. La gente odia lastimar a los demás. Puede ser extremadamente angustioso y traumático, y puede requerir capacitación, apoyo social y experiencia para hacerlo. Pero eso también es cierto para muchas prácticas morales. Puede ser difícil decir la verdad o defender lo que es correcto. Las personas a menudo se resisten o dejan de hacer lo que se les exige. La mayoría de nosotros estaría de acuerdo en que es moralmente correcto saltar al agua helada para salvar a alguien que se está ahogando, pero eso no significa que disfrutemos al hacerlo.
Tal vez todo esto suene un poco demasiado conveniente. Algunos individuos violentos pueden decir que sus acciones fueron motivadas moralmente. ¿Cómo sabemos que no están simplemente mintiendo después del hecho? Seguramente no sea difícil inventar justificaciones morales cuando uno está realmente motivado por el egoísmo o el mal.
Es una buena pregunta. Sorprendentemente, sin embargo, no socava mucho el panorama general. Lo que debemos recordar es que las justificaciones de los perpetradores por sus acciones nos dicen mucho sobre las ideas morales de su comunidad. Si el jugador de fútbol americano Ray Rice afirma que su prometida le pegó y escupió antes de que él le diera un puñetazo en 2014, es porque siente que eso mitiga su crimen a los ojos de la gente que le importa. Si a la gente realmente le importa si su declaración es cierta, entonces Rice tiene razón. Las excusas que ofrecen los perpetradores revelan los estándares morales de aquellos a los que se apela.
Si las personas peligrosas pueden ser motivadas por creencias morales genuinas, enfrentamos una dimensión preocupante de la moralidad.
Intentemos suponer lo contrario: imaginemos que las excusas morales son siempre una farsa para evitarle problemas al perpetrador. Lo primero que vemos es lo mal que lo hacen. Supongamos que el autor de un crimen brutal quiere evitar la cárcel. ¿Qué debería decir? Definitivamente no debería afirmar que lo que hizo estuvo bien o que la víctima se lo merecía. Eso sería estúpido. No, debería negar que sucedió, o decir que fue un accidente, o que no era la misma persona ese día. Los perpetradores dicen ese tipo de cosas continuamente, por supuesto, en los tribunales. Pero antes de que los abogados tengan la oportunidad de prepararlos, a menudo se los puede encontrar presumiendo de sus actos ante amigos y vecinos, en resumen, ante las personas que comparten su código moral.
Las justificaciones morales para la violencia tienen tan poco sentido como argucias que tenemos que asumir que son al menos algo sinceras. Ese un pensamiento incómodo. Si aceptamos que las personas peligrosas pueden estar motivadas por creencias morales genuinas, nos enfrentamos a una dimensión inquietantemente subjetiva de la moralidad como tal. Como mínimo, debemos enfrentarnos a la posibilidad de que uno puede equivocarse sinceramente al respecto. Y una vez que llegas tan lejos, es un pequeño salto considerar que tal vez somos nosotros los que estamos equivocados, o que no hay nada en lo que estar en lo cierto en primer lugar.
Tal vez esto suene como el relativismo barato. Pero hay una tendencia psicológica que debemos tomar en serio. ¿Qué sucede, empíricamente hablando, cuando dejamos de pensar en los valores morales como hechos objetivos que son verdaderos en todas partes en todo momento, en lugar de verlos como opiniones subjetivas que difieren entre las culturas y en la historia? Bueno, al menos en el laboratorio, parece que perdemos el rumbo.
En 2013, el psicólogo Keith Holyoak en UCLA y yo presentamos a los sujetos de prueba tests de que algunos actos violentos, actos que los propios sujetos decían que deploraban, fueron vistos por otros como moralmente aceptables. Más específicamente, le pedimos a algunos de nuestros sujetos que leyeran un artículo que defiende los derechos de las comunidades a realizar la mutilación genital femenina siempre que esté de acuerdo con las creencias morales de la comunidad. Otro grupo leyó un artículo que afirmaba que la mutilación genital femenina era inequívocamente mala. Un grupo de control leyó un artículo sobre cocina. Es destacable que los participantes que leyeron el artículo “relativista” fueron más propensos a hacer trampa en una prueba de seguimiento que los participantes que leyeron el artículo “absolutista” o el grupo de control. El mero hecho de cuestionar una convicción moral tuvo el efecto de socavar el comportamiento moral en un dominio aparentemente distante.
Sería más fácil vivir en un mundo en el que los perpetradores creen que la violencia está mal y la practican de todos modos. Ese no es el mundo en el que vivimos. Aunque nuestra negativa a reconocer este hecho básico puede haber ayudado a orientar nuestra propia brújula moral, también ha obstaculizado las intervenciones que podrían reducir el daño. Dejemos de lado las cuestiones filosóficas que surgen una vez que aceptamos que existe un desacuerdo moral sobre la violencia. ¿De qué manera ayuda el mensaje de que la violencia está motivada moralmente a nuestros esfuerzos por reducirla?
Durante años, hemos estado tratando de reducir la delincuencia mediante la promulgación de encarcelamientos masivos, la imposición de restricciones a los enfermos mentales y enseñando a los posibles perpetradores cómo ejercer más autocontrol. A primera vista, todo esto suena como estrategias plausibles. Pero todas fallan en su objetivo.
Una de las conclusiones más sólidas de la criminología es que el aumento de la severidad de la pena tiene poco efecto disuasorio. La gente simplemente no es tan sensible a los costos potenciales de la delincuencia como el modelo de elección racional predice que debería serlo, por lo que los esfuerzos para reducirla mediante la represión no han justificado los inmensos costos fiscales y sociales del encarcelamiento masivo. Mientras tanto, debido a que la mayoría de los delitos violentos son cometidos por personas psicológicamente sanas, la legislación que se centra en los enfermos mentales — por ejemplo, impidiendo que compren armas — conduciría sólo a una pequeña reducción.
Solo cuando la violencia en cualquier relación sea vista como una violación de toda relación, disminuirá.
Por último, si la violencia no es de hecho un error desde el punto de vista del perpetrador, las estrategias destinadas a ayudarlo a ejercer un mejor control sobre sí mismo no entenderían la cuestión. El convicto por robo a mano armada Daniel Genis describió recientemente el “entrenamiento para suprimir la agresión” (ART, por sus siglas en inglés), al que los reclusos de su prisión en Estados Unidos estaban obligados a asistir si eran convictos de un crimen violento:
La clase de ART pudo habernos enseñado cómo evitar apuñalarnos unos a otros por malentendidos espontáneos, pero de hecho, casi toda la violencia que vi en la cárcel fue deliberada, planificada. (…) Muy diferente de las explosiones de temperamento que los programas de ART pretenden curar.
Nada de esto quiere decir que tales intervenciones nunca deban ser llevadas a cabo, particularmente en los casos en los que no cuestan mucho. Una mejor verificación de antecedentes es probablemente una buena idea. Pero si realmente queremos reducir los índices de violencia, debemos centrarnos en sus motivos morales. En pocas palabras, la violencia debe ser inmoral. Esto debe ser válido tanto para los perpetradores como para las personas que les importan. Sólo cuando la violencia en cualquier relación sea vista como una violación de toda relación, disminuirá.
¿Qué hay de la violencia al otro lado de la ley? Los defensores de los derechos humanos en los Estados Unidos han estado presionando para que se utilicen de manera obligatoria cámaras corporales para disuadir los actos de brutalidad policial. ¿Podría funcionar? Existen muchas pruebas que sugieren que las personas son menos propensas a tener un comportamiento que creen que es inmoral cuando saben que están siendo observadas. Se cree que si la policía sabe que están siendo vigilados, entonces no harán cosas que saben que son moralmente incorrectas. Sin embargo, a menudo la policía y gran parte del público no ven nada malo en sus acciones. No hay datos que sugieran que las personas son menos propensas a realizar acciones que creen que son moralmente correctas cuando saben que están siendo observadas. Por lo tanto, no está claro lo útiles que serían las cámaras corporales a menos que exista un mensaje claro del liderazgo y una cultura que prohíba el uso innecesario de la violencia.
En su trabajo para reducir la violencia de las pandillas en Boston, el criminólogo David Kennedy ayuda a organizar intervenciones. Los asesinos son confrontados por los líderes locales y las familias de las víctimas, quienes expresan el error de matar e insisten en que la violencia contra cualquiera socava sus relaciones con todos. Las sanciones legales también están presentes, pero son insuficientes por sí solas. Lo más importante es que el mensaje provenga de personas respetadas dentro de la propia comunidad del asesino. Como dice Kennedy: “sus propias ideas sobre lo que está bien y lo que está mal les importan más; las ideas de aquellos a los que quieren y respetan son las que más les importan”.
Estos programas han sido bastante exitosos. Al comienzo del artículo, cité a un entrevistado del documental The Interrupters, que rastreaba un programa similar de Chicago conocido como “CureViolence”. El programa depende de que los miembros de confianza de la comunidad intervengan con apelaciones morales que se centren en las consecuencias sociales y relacionales, antes de que la violencia en represalia pueda estallar. Un estudio del programa encontró que redujo los tiroteos entre un 16 y 28 por ciento en las áreas donde se implementó.
No es fácil cambiar una cultura de la violencia. Tienes que dar a las personas los medios estructurales, económicos, tecnológicos y políticos para regular sus relaciones de manera pacífica. Los grupos sociales tienen que aprender a avergonzar y rechazar a quienes lastiman a otros. Pero puede hacerse. Se ha hecho en el pasado, y está sucediendo mientras hablamos.
Las culturas sí cambian. A nivel mundial, la violencia está en declive. Las personas en todas partes están encontrando maneras de satisfacer sus motivos morales y sus objetivos sociales y relacionales de manera no violenta. Esto no significa que nuestro trabajo haya acabado. Las personas todavía se lastiman y se matan unas a otras porque creen que es lo correcto. Pero si sus grupos sociales primarios les hacen sentir que no deben ser violentos, no lo serán. Una vez que todos, en todas partes, realmente crean que la violencia está mal, se acabará.
Tage Rai es investigador asociado y profesor de la MIT Sloan School of Management en Massachusetts. Es coautor, con Alan Fiske, de Virtuous Violence (2014).
Fuente: Aeon
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